lunes, 9 de junio de 2014

El Perpetuo Señor Gerrard

Las palabras que escribo no son la obra de un loco, pero no he logrado concebir otra manera de empezar este relato, que por donde empezó realmente. Al Señor Gerrard lo conocí en el hospicio de calle y nombre Vilardebó, durante mi breve (y de discutible sentencia) estadía como interno. Él llevaba adelante un taller de astronomía en la institución todos los segundos miércoles de cada mes, aunque cuando las condiciones para una observación excepcional se daban en una día no ortodoxo, él sabía aparecer para mostrarnos los anillos de Saturno, el recorrido de un cometa, o tal vez un eclipse lunar. Hoy me doy cuenta que mi tránsito atlético por ese manicomio se vio muy involucrado por lo que significaba para mi su taller y las maravillas que a todos nos develaba. La cotideaneidad en un lugar así es una pesadilla. No hubiera sido en otro lugar, probablemente, que su mascarada se derrumbara. Nadie es tan observador como algunos locos, y el viejo Martínez, que había estudiado historia, un día comenzó a invitarme a compartir un delirio de su autoría que hasta el día de hoy creo es nada más que la pura realidad. Se me acercó un día en el jardín, previo acuerdo de que iba a traer las fotos. El viejo de escúalidas piernas se acercó arrastrandose en actitud dramatúrgica de sigilo, exagerando la cuestión completamente e incluso llamando la atención de un guardia y dos internas, todos ellos demasiado atentos a sus tortas fritas (llovía), para fortuna de Martínez. Se me acercó y me dijo – vichálas, te traje de Sarajevo y Versalles, y una con von Braun, después me decís. Acto seguido me extendió una funda de almohada con varias fotos (destruida la ilusión conspiratoria por los paupérrimos intentos de secretismo del viejo, comprobé el contenido en el acto y lugar). La inspección la hice en la sola compañía de mis pensamientos y la intimidad de mi habitación, de todas formas. El tamaño de mi asombro cuando vi las fotos solo fue comparable a la gigantesca investigación en la que me embarqué luego. El viejo Martínez me había dado fotos muy antiguas en las que aparecía el Señor Gerrard, claramente. Las fotos tenían breves apuntes al reverso: 1914, atentado contra Franz Ferdinand Archiduque de Austria; 1919, Tratado de Versalles; 1936, con Wernher von Braun en la Universidad de Berlín. En todas ellas aparecía el Señor Gerrard. En la primera, evidentemente recostado contra una columna de tranvía del lado izquierdo de la foto, vestido con overall pero de semblante inconfundible. En la segunda su identidad era más dudosa, pero cuando se la comparaba con la tercera, se volvía más convincente, ya que en ambas lucía el mismo uniforme oscuro. En ésta última se encontraba abrazado con el famoso ingeniero de cohetes alemán, cuyo nombre la nota del reverso confirmaba. La extrañeza no surgió de la improbabilidad de su involucramiento en todos esos eventos, sino que fue fruto (junto al horror) de ver en todas las fotografías el mismo rostro juvenil, de unos treinta años, que veíamos todos los miércoles en el taller de astronomía. Como si el tiempo lo tuviera en el olvido, el Señor Gerrard tenía los mismos ojos que una vez por semana escudriñaban el cielo en la azotea del hospicio. El mismo pelo corto pero poblado, prolijamente peinado, y esa cara delgada de prominentes pómulos y abundante mentón. Pronto me dediqué de jueves a martes a estudiar historia en la biblioteca del lugar, bajo la tutela estricta del viejo Martínez, quien me guiaba con dedicación por los tomos de las enciclopedias y crónicas, pero al mismo tiempo parecía restar importancia al asunto, como de aburrido. Descubrí en los libros las tramas teoretizadas a lo largo de los años cincuenta que denunciaban conspiraciónes ocultas en la oscuridad de sociedades secretas de gentes aún más tenebrosas. La carrera por la conquista del espacio fue lo que me cautivó. Me enfoqué en todo aquello que involucrara intercambio de material entre científicos y pronto rastreé a los astroingenieros hasta el albor de su ciencia en el siglo XIX. A partir de entonces dediqué mi atención al trabajo de un tal Sir George Cayley, padre de la aerodinámica. En una ilustración de época, un alegre Señor Gerrard posaba junto a un telescopio en clase rodeado por sus alumnos, uno de ellos Sir George. Mientras la locura asociada operaba desde su base en la biblioteca del hospital seis días a la semana, los miércoles todavía asistíamos a las clases del Señor Gerrard. Lo hacíamos desde otro lugar, por supuesto. Ya no queríamos escuchar sobre la levedad de Saturno en comparación a la densa masa de la Tierra, lo habíamos estudiado. Los ciclos milenarios de los astros circundantes no eran nuestras interrogantes ya, ni el efecto de la Luna en las mareas de nuestro planeta. Nosotros queríamos saber el secreto del Señor Gerrard, y probablemente cada centímetro cuadrado de nuestros tejidos expresivos gritaba eso, porque yo creo que el misterioso astrónomo se empezó a dar cuenta. Al principio simplemente nos evitaba un poco en clase, y nosotros tal vez un poco a él, por miedo. Luego dejó de dirigirnos la palabra pero no así miradas furtivas de reojo, como todos los otros perseguidos del lugar. Los esquizo siempre miran de costado, y nunca es cómodo. Basta imaginarse semejante acto interpretado por un presunto inmortal, para darse cuenta del terror que infundía. Ese campo de batalla psíquico no duró mucho (para nuestra suerte, creo hasta la fecha). Un miércoles el Señor Gerrard no vino. Cuando fuimos a consultar al encargado de planta, nos dijo nunca haber escuchado hablar de un Señor Gerrard. Ante nuestra sorpresa y reproche, él insistió en su ignorancia del personaje. Decidimos dejar el asunto, ya que en un sitio como ese nadie cree en lo que uno vé. Perdido el rastro y sembrada la semilla de nuestra posible delusión colectiva, nos olvidamos de todo con tristeza, e incorporamos pasatiempos más pasivos, como el ajedrez o la televisión. La impotencia, mezclada con una consciencia de insignificancia, nos aletargaban sobre los sillones más que las pastillas que nos daban los doctores. Un día de 1969 (el más feliz de mi vida), todos nos juntamos en el salón principal, donde estaba la televisión más grande. Los yanquis habían enviado un hombre a la luna, y lo estaban transmitiendo en vivo. Las imágenes del espacio y la voz distante del astronauta me pusieron los pelos de punta, pero lo que más me aterrorizó fue el corte a la cámara situada en el puesto de control, en Houston. Junto al Jefe de Operacione Tyler Micheals, un hombre jóven con una vincha en la cabeza, agitando las manos en el aire con intransmisibles ademanes, daba órdenes por micrófono a cosmonautas que se encontraban aterrizando en la superficie del satélite natural. Su cara delgada, sus pómulos prominentes, su abundante pera. Los ojos del Perpetuo Señor Gerrard miraban hacia las estrellas.

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